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Lo de Dios y lo del César

Ariel Zúñiga

Lunes 14 de abril de 2008, puesto en línea por Ariel Zúñiga

A finales del siglo XIX se entendía que la organización política y sus consecuencias jurídicas y administrativas respondían a las reglas de la lógica, una racionalidad especulativa que todo hombre blanco y europeo manejaba a ojos cerrados; sólo los incivilizados, los dementes, los imbéciles y los antisociales no la asimilaban.

La economía, y en general, la sociedad completa, eran inteligibles, todo indicaba que las luces que hoy alumbraban a los vanguardistas llegarían a cada puerto incorporando a toda la humanidad en una organización racional, deliberante, progresista y sofisticada.

El imperio de la razón relegó a los dioses y a los ídolos al pasado, a fases históricas previas que el hombre había logrado superar gracias a heroicos sacrificios. El Estado se transformó en una organización racional, por ende laica, que los hombres más avanzados se habían dado para continuar en la senda del perfeccionamiento. Ya no apelaríamos al cielo en última instancia sino que a nosotros mismos; el Estado no es otra cosa que el poder político de todos nosotros que es delegado mediante un mandato a un grupo de instituciones que producen, aplican y se rigen por nuestra voluntad expresada, es decir, el Derecho. Solamente hay César. Las instituciones y el Derecho son conclusiones racionales necesarias, si algunos las ponían en tela de juicio era por su barbarie, demencia o imbecilidad.

Sin embargo el primer Estado racional también fue el último, y el único, Weimar. Racionalmente los nazis planificaron el asalto al Reichstag y racionalmente se apropiaron de la normativa inspirada en los más altos principios de su época para perseguir a los opositores políticos y negarles la ciudadanía, y luego la humanidad. Con las primeras computadoras IBM calcularon cuantos vagones y metros cúbicos de gas zarín bastaban para exterminarlos.

La racionalidad por sí misma estaba liquidada. Los hombres, recientemente huérfanos de los dioses vagaban como almas en pena buscando aferrarse a cualquier tabla que flotara; la razón y su corolario el progreso, el único ideal común posible, se transformaba en otro ídolo de barro, y la enrancia de los huérfanos redundó en una estampida.

Desde entonces todo vale para que el sistema creado y recreado, hoy sencillamente desatado, no se detenga y nos aplaste a todos con su inercia. Se apela a la razón sin confiar en ella y sin creer en el progreso mientras se intenta controlar a las multitudes con los mismos métodos de los asirios o aztecas. Racionalmente se enseñan esos métodos, racionales, que persiguen los fines irracionales del miedo, la angustia, la inseguridad, la incomunicación. Se enseñan, se ensayan y se aplican metódicamente, y consientemente se impide que las multitudes adquieran aquella civilidad blanca y europea que les permita descifrar los mensajes con los que se los conduce. Consientemente se fomenta todo lo peor, lo más bajo, lo más básico del ser humano para que sea la pulsión propia quien los gobierne y la resaca los conduzca como ganado a las iglesias a pegarse en el pecho.

Mientras busco majaderamente lograr la comprensión de usted señor lector, otros miles trabajan a tiempo completo para confundirlo; mientras escribo porque me nace, esos miles lo hacen para pagar el arriendo o para ganar un buen cheque tarde pero mejor temprano. Mientras apelo a la razón otros visten a ídolos con ropajes de académicos y a bufones de magistrados. Y usted al comprender confirma que no todo está perdido, que aunque la banalidad se contagie como la gripe, y el fanatismo religioso campee como el nuevo señor de los tiempos, resistiremos todos los medioevos que se precise y floreceremos.

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