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Día Mundial del Ambiente:

¿Algo que celebrar?

Julio César Centeno

Domingo 12 de junio de 2011, puesto en línea por Barómetro Internacional

Sucumben los bosques. Mueren diariamente miles de formas de vida. Se derriten los polos. Se contamina el aire, el agua y los suelos. Sube el nivel del mar. Se eleva la temperatura promedio del planeta a niveles que amenazan la supervivencia misma de la especie humana, la misma que produce los gases que causan el calentamiento global. Se propagan enfermedades a latitudes donde antes no existían, o donde ya habían desaparecido.

La mayor parte de la población humana se encuentra sumergida en el fango de la pobreza, la ignorancia y la injusticia, del que muy pocos tienen la posibilidad de escapar. Más de ocho millones de niños mueren anualmente de hambre o a causa de enfermedades para cuya superación bastarían solo unos centavos. Nadie, excepto sus madres, parece notarlo.

Es el Día Mundial del Ambiente. Sólo este día, como todos los días, morirán 22.000 niños, casi todos víctimas del hambre y la pobreza, 15 cada minuto. Negros, pardos y morenos en su mayoría. Latinoamericanos, africanos, asiáticos casi todos. No hay comida, ni medicinas, ni educación, ni servicios de salud para los niños pobres del mundo, pero solo este día se gastarán 1.400 millones de dólares en armas alrededor del planeta. Solo Estados Unidos gastará este año más de 700.000 millones de dólares en equipamiento de guerra. Mientras que a la cooperación con los países más pobres del planeta le asigna un monto equivalente a sólo el 3% de lo que dedica al gasto en instrumentos de guerra. Este día, como todos los días, mil millones de personas pasarán hambre.

La naturaleza ruge en estertores de agonía, pero los humanos se hacen los sordos. Los rugidos se convierten algunas veces en huracanes, ciclones y tornados. Cada vez más frecuentes, cada vez más intensos. También hay rugidos en formas de lluvias torrenciales. Otras veces en forma de intensas sequías. Se desbordan ríos, arrasan viviendas, carreteras, puentes, sembradíos y vidas inocentes. Gigantescas olas se desplazan con furia desde los océanos sobre las ciudades. Algunos dicen que son los Tsunamis, que no es culpa nuestra. Otros dicen que las crecientes olas de sequías e inundaciones son culpa de El Niño, o de La Niña. No es culpa nuestra. Pero hay también quienes advierten que estamos solo ante las primeras señales de que nuestra Madre Tierra ya no soporta el comportamiento traicionero de sus engendros humanos; que son solo sus primeras y más leves advertencias.

Pero los humanos continúan violando y saqueando sin piedad a la naturaleza. Ávidos por materias primas, por alimentar sus industrias, por generar riquezas, por poseer armas cada vez mas poderosas, por aumentar el dominio de unos sobre otros, incrementan día a día su agresión despiadada sobre el planeta que les ha dado vida, destruyendo progresivamente su único hogar, contaminando el aire que respiran, envenenando el agua y los alimentos que consumen. Dicen ser la única especie inteligente del planeta, pero están cometiendo suicidio colectivo, lento, doloroso y progresivo, y se están llevando por delante a su madre naturaleza y a todos los otros millones de especies que han tenido la desdicha de cohabitar con ellos en el mismo lugar.

Es el Día Mundial del Ambiente. Sólo hoy, al igual que todos los días del año, los humanos se las arreglarán para inyectarle a la atmósfera más de 100 millones de toneladas de gases tóxicos, para contaminar aún más el aire que les da vida. Solo hoy quemarán 87 millones de barriles de petróleo, 9.000 millones de metros cúbicos de gas y 20 millones de toneladas de carbón mineral. Solo hoy consumirán 55.000 millones de kilovatios-hora de energía eléctrica. Solo hoy, al igual que todos los días del año, destruirán 30.000 hectáreas de bosques, derretirán millón y medio de toneladas de hielo polar y un millón de toneladas adicionales de hielo en los glaciares de las montañas. Solo hoy, y sólo por el consumo de energía fósil, le inyectarán a la atmósfera 82 millones de toneladas métricas de CO2.

La vida en la Tierra depende de una finísima capa de un gas llamado ozono, localizada en las porciones mas elevadas de la atmósfera. Esta capa de ozono cumple la maravillosa función de filtrar los rayos ultravioletas provenientes del Sol, radiación mortífera para la vida en el planeta. Sin embargo, los humanos se las han arreglado para elevar hasta allá millones de toneladas de potentes gases de cloruros y fluoruros que la descomponen, perforando un gigantesco agujero en la capa de ozono que en Septiembre del 2009 medía 20 millones de kilómetros cuadrados, aproximadamente 20 veces el tamaño de Venezuela. El agujero se encuentra, por ahora, localizado sobre la Antártida.

Ruleta climática

Según la NASA, el año 2010 fue el año más caluroso jamás registrado. El 2011 parece ya dispuesto a superar este horrible récord. Para evitar alteraciones irreversibles al equilibrio natural del planeta, la comunidad científica internacional ha advertido que la temperatura promedio global no debe aumentar mas de dos grados centígrados (2ºC) para finales del siglo XXI por encima de la registrada a inicios del siglo 20. Los argumentos son tan contundentes que este objetivo fue suscrito por todos los países del mundo en las negociaciones climáticas de Copenhagen en el 2009 y ratificado en las negociaciones de Cancún en el 2010.

Para que esto pueda ocurrir, la concentración de CO2 en la atmósfera no debe exceder las 450 partes por millón. Pero ya para finales del 2010 se encontraba en 390 ppm. Las opciones que quedan son muy limitadas, exigiendo medidas traumáticas e inmediatas para salvaguardar la vida en la tierra como la conocemos. De continuar las tendencias actuales, la temperatura promedio del planeta podría aumentar hasta 4ºC para fines de siglo. Las implicaciones podrían ser tan devastadoras como las de una guerra nuclear. El cambio climático es ciertamente una de las principales amenazas con que se enfrenta la humanidad en la actualidad. Para alcanzar el objetivo trazado, el llamado Escenario 450, todos los países de la tierra deben contribuir, en proporción con sus respectivas responsabilidades y posibilidades.

Un país llamado Venezuela

Venezuela es un país privilegiado. Una población relativamente pequeña (30 millones) en una superficie de cerca de 1 millón de kilómetros cuadrados de tierra firme, mas otros 860.000 km2 de zona económica exclusiva en el Mar Caribe. La mitad de la superficie cubierta por exuberantes bosques, enormes riquezas minerales, acuáticas, energéticas y estratégicas. Una posición geográfica envidiable, 2.700 kilómetros de costa frente al Mar Caribe, y una topografía con una gran variedad de hábitat donde conviven millones de formas de vida. Venezuela es el octavo país más rico en biodiversidad del planeta.

Sin embargo, durante casi un siglo ha sido expoliado por elites corruptas, sumergiendo a la mayor parte de la población en la pobreza y destruyendo buena parte del patrimonio natural. Durante décadas, la mayor parte de la población fue movilizada hacia las costas para fortalecer la economía de puertos, fomentando un modelo económico dependiente de la exportación de petróleo y la importación de todo tipo de bienes de consumo, incluyendo la mayor parte de los alimentos. Hoy, el petróleo continúa representando el 95% del valor de las exportaciones del país.

La población rural fue reducida a menos del 10% del total, mientras se improvisaron planes de desarrollo con significativos costos tanto sociales como ambientales. La hacinación de la mayor parte de la población en barriadas, la contaminación del aire de las principales ciudades tanto por el tránsito automotor como por la actividad industrial; la contaminación o destrucción de lagos, lagunas, ríos y riachuelos; la contaminación de playas y corales; la erosión de la fertilidad de los suelos; el avance de la deforestación y la creciente pérdida del patrimonio genético son algunas de las consecuencias de los modelos nacionales de desarrollo establecidos hasta la fecha.

Normalmente, los instrumentos utilizados para medir el desarrollo de un país se centran en variables económicas, como el producto interno bruto, el nivel de las reservas monetarias o la balanza de pagos, ignorando los costos sociales y ambientales involucrados. Las crecientes presiones por impulsar el desarrollo económico generan impactos tanto sobre la sociedad como sobre el ambiente. Conviene así recapacitar sobre las consecuencias sociales y ambientales más significativas asociadas a las tendencias nacionales de desarrollo en las últimas décadas.

El Lago de Maracaibo es orgullo de los venezolanos. Pero si se pudiera vaciar de agua, quedaría expuesto un espectáculo dantesco: un gigantesco plato de espaguetis, con el fondo cubierto por miles de kilómetros de tuberías petroleras, cruzando en todas direcciones, unos sobre otros, la mayor parte obsoletas y en estado de descomposición. La explotación de petróleo ha alimentado la economía venezolana durante décadas, pero también ha sido la principal fuente de contaminación del país. Es sólo en los últimos años que PDVSA ha iniciado actividades para compensar, aunque tímidamente, la gigantesca deuda ambiental que ha acumulado.

Los bosques cubren cerca de 45 millones de hectáreas, aproximadamente la mitad del territorio nacional. Pero el 80% se encuentra al sur del Orinoco. En la mitad norte del país, donde se encuentra la mayor parte de la población, los bosques remanentes cubren menos del 20% del territorio, una proporción que pone en entredicho la estabilidad ambiental y las posibilidades de establecer modelos de desarrollo efectivamente sostenibles. Adicionalmente, los bosques al norte del Orinoco en su mayor parte se encuentran severamente intervenidos y degradados. Sin embargo, el asalto contra los bosques continúa a tasas alarmantes. Según la FAO, cada año se destruyen 300.000 hectáreas, convirtiendo a Venezuela en uno de los países con las más altas tasas de deforestación del planeta. Con los bosques desaparecen miles de formas de vida, fuentes de agua y suelos fértiles, además de contribuir a intensificar los efectos de sequías e inundaciones, y a poner en riesgo el suministro de agua y alimentos a generaciones futuras. Sólo hoy, como todos los días, destruiremos 820 hectáreas de bosques en el país, 34 hectáreas cada hora de este Día Mundial del Ambiente.

Son frecuentes, y normalmente acertadas, las críticas del presidente Chávez por el escandaloso intento de los principales países industrializados por evadir su enorme responsabilidad por la acumulación de gases del efecto invernadero en la atmósfera, su determinación a destruir el Protocolo de Kioto y su evasión a compromisos verificables para reducir sus emisiones en el futuro inmediato. Los países industrializados, con menos del 20% de la población mundial, son responsables por la acumulación en la atmósfera de más del 70% de los gases que hoy amenazan la estabilidad climática del planeta. Han retóricamente suscrito el compromiso de evitar un aumento de temperatura mayor a 2ºC antes de finales de siglo, pero se niegan a tomar las medidas efectivas necesarias para alcanzar ese objetivo en proporción con su responsabilidad y con su capacidad tecnológica y económica. Se niegan también a cooperar efectivamente con los países menos desarrollados para evitar que continúen elevando sus correspondientes emisiones de CO2 y otros gases del efecto invernadero.

Pero no menos cierto es que Venezuela se destaca como uno de las sociedades más contaminantes del planeta. El CO2 representa en la actualidad el 75% del total de emisiones de gases de efecto invernadero. Las emisiones de CO2 de Venezuela por habitante superan con creces las de todos los demás países latinoamericano, así como las de países o regiones considerablemente mas industrializados, como Japón, Alemania, Francia, Rusia, China y la Unión Europea. No se aproximan mas a las de los Estados Unidos, el país mas contaminante del planeta, porque el consumo de electricidad por habitante en Venezuela, el mas alto de la región latinoamericana, proviene en su mayor parte (70%) de fuentes hidroeléctricas. Sin embargo, esta situación tiende a modificarse en el futuro inmediato, debido a la generación de una proporción cada vez mayor de electricidad de fuentes termoeléctricas. Solo hoy, Día Mundial del Ambiente, Venezuela emitirá cerca de un millón de toneladas métricas de CO2, 350 millones de toneladas durante todo el año.

El establecimiento de una política para corregir este indicador conduciría a un modelo de desarrollo significativamente más sostenible en el tiempo. Venezuela puede y debe trazarse una estrategia para reducir la deforestación a niveles insignificantes para el año 2020. Esto reduciría las emisiones de CO2 por habitante a la mitad. Las plantas termoeléctricas que se instalen en los próximos años deberían funcionar a base de gas en lugar de gasolina o gasoil. De esta manera se reducirían las emisiones de CO2 en al menos un 40% por la producción de la misma cantidad de electricidad.

Otra de las fuentes más importantes de CO2 es el parque automotor. El rendimiento es muy limitado, con un promedio de sólo 6 kilómetros por litro de gasolina, mientras que en la Unión Europea y Japón es aproximadamente el triple. Conviene así establecer como objetivo estratégico nacional al menos triplicar el rendimiento en los próximos 10 años, introducir motores que permitan el uso de combustible con un 85% de etanol, facilitar la introducción de automóviles híbridos, mejorar los sistemas de transporte masivo y ampliar las líneas de ferrocarril.

El suministro de agua a la creciente población venezolana depende de ríos cuyas cuencas se encuentran degradadas en menor o mayor grado. Al menos 2 millones de hectáreas requieren ser reforestadas, utilizando prioritariamente mezclas de especies nativas en la reconstrucción de bosques similares a las originalmente existentes en esos territorios. De esta manera se garantizaría el suministro de agua, se reducirían los efectos adversos de sequías e inundaciones y se extraerían aproximadamente 1.100 millones de toneladas de CO2 de la atmósfera.

Estas y otras modificaciones al proceso nacional de desarrollo solo podrán introducirse con la concientización y la participación popular. En una democracia participativa son los ciudadanos los que deben orientar las decisiones y garantizar su cumplimiento. Es allí donde radica la esperanza por una Venezuela mejor para las generaciones futuras.


jcenteno[AT]movistar.net.ve

Julio César Centeno es Profesor de la ULA, Presidente del IFLA y consejero de la ONU

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