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Relato

Crónica de un día de mercado

Carolina Vásquez Araya

Martes 22 de septiembre de 2015, puesto en línea por Carolina Vásquez Araya

El regateo es el folclor de las compras: color en las frutas y en los trajes; el ama de casa “hace mercado” como una ceremonia.

I

Ya van a dar las seis. La claridad comienza a filtrarse por las rendijas de las ventanas cerradas, pero todo está en movimiento adentro de la casa. Hoy es día de mercado. Terminamos el café caliente y salimos a esperar la camioneta, cargados con bolsas vacías.

Pese a la temprana hora, la camioneta va llena. Al fin, llegamos. Bajamos a empujones y nos dirigimos al mercado. Sorteando canastas, logramos introducirnos por una de las entradas y comenzamos a “hacer mercado”.

Hacer mercado es toda una ceremonia. Antes de comprar, se recorren todos los puestos preguntando precios y averiguando hasta dónde se puede regatear. También se comparan las calidades. Luego, se comienza la compra propiamente dicha con sus correspondientes tira y afloja: “quince la libra, seño…” “Ocho le doy…” “No, señito, así no me sale a cuenta, lo menos ¡diez!” “Va pues, deme dos…”

II

A las ocho la mitad de nuestras bolsas están llenas. No llevamos canastas porque para subirlas a la camioneta son incómodas, pero así y todo apenas podemos con el peso de las papas, las naranjas, los elotes y los aguacates.

La compra de las papas fue difícil. Hay en puestos de verduras, pero también tienen los que venden granos, todos a diferentes precios.

Las vendedoras de hortalizas son más “regatonas” y los amigos que tienen su puesto de granos ni siquiera se molestan en rebajar el centavo. “No, seño, los precios son fijos”. A esta hora, el mercado está que revienta de gente. Por allá una señora gritando que le robaron la cartera, pero solo agita a quienes están cerca de ella. A los demás les tiene sin cuidado y siguen su ruta de canasto en canasto. Se acerca una niña y ofrece llevarnos las bolsas. No tiene más de ocho años y es vivaracha y aguda. Le entregamos parte de la carga y le pedimos que nos siga por los pasadizos repletos. Nos detenemos frente a un puesto de fruta algo más grande que los demás.

Alli relucen las naranjas como si las hubieran encerado. Hay buena manzana y chicos maduros. Las pitayas están algo pasadas, pero se encuentra una que otra entre el montón. Hay un aroma penetrante en el ambiente, es una mezcla de piña y melón que nos abre el apetito y nos obliga a comprar unas enchiladas que pasaron vendiendo justito en ese momento.

III

De las frutas nos fuimos a las verduras. Necesitábamos lechugas. Había para regalar aunque los precios no eran un regalo. Pero estaban tan tiernas y crujientes que compramos cuatro para la semana. Comprando estábamos cuando advertimos un gran canasto lleno hasta los bordes de hojas de espinaca de un verde brillante. A estas alturas, ya nada cabía en las bolsas y como teníamos una ayudanta para cargar, decidimos ir por un canasto.

Los puestos de cestería están en otra sección. Se notan desde lejos… canastas, cunas y elefantes de mimbre cuelgan desde el techo en una maraña que parece desmoronarse.

El que queríamos estaba por allá arriba, pero la venderora nos tranquilizó y sacó una larga pértiga con su gancho en la punta, con lo que nos alcanzó nuestro canasto sin dificultad después de descolgar una bandeja, dos ristras de paneritas de colores y un sapo.

Después de todo eso casi ni nos atrevíamos a chistar por el precio, pero el regateo es regateo y forma parte de las reglas establecidas. Después de unos minutos salimos con nuestro flamante canasto a la mitad del precio inicial, más seis individuales y un revistero para mi sobrina que se casa en estos días.

El olor a comida que nos llega a través del canasterío es imposible de resistir. Las cocinas están justito detrás de nosotros así es que vamos a ver qué encontramos de bueno. Hay rellenitos de plátano, chiles rellenos, chilaquiles, tacos, torrejas, enchiladas y atoles de todas clases. Todo huele de maravilla y olvidando las recomendaciones –“no comas nada en la calle… nunca se sabe”- nos dimos una fantástica hartada acompañada de un enorme vaso de atole de elote bien caliente.

IV

Mi tía nos había encargado un delantal. “M’hija –me dijo- ya no tengo un delantal decente para cuando llegan visitas”. Por lo tanto, había que pasar por la sección vestuario. Aquí sí se utiliza el espacio. Entre los mostradores con ropita de bebé y los ganchos con vestidos que cuelgan del techo, hay pilas de ropa interior para damas en rosado, verde, violeta y amarillo, ribeteadas de encaje. Las prendas pasan de mano en mano y las eventuales compradoras analizan hasta los menores detalles antes de decidirse. ¿Delantales? “Más allá, seño, pero aquí tengo algo chulo para usté, doñita, mire…”

Continuamos tratando de deslizarnos entre señoras gordas que se prueban blusas y jovencitas que suspiran ante un juego de prendas íntimas en color azul cielo con encaje rosado. Dos puestos más allá hay delantales pero son de tela típica y mi tía los prefiere con bordados en los bolsillos.

Por fin salimos con el encargo y volvemos sobre nuestros pasos, tirando en la prisa una gran caja con collares de fantasía.

V

En casa adoran las flores. A todo el mundo le gusta ver los floreros rebosantes de crisantemos, claveles, margaritas, rosas, cartuchos, violetas o nardos. Pues de todo había en el mercado. Bajo la imagen de la Virgen, en una esquina del edificio, están las floristas. Aunque no es tan temprano, hay muchas que ni han echado la bendición. Tuvimos suerte y salimos con dos preciosas docenas de claveles rosados y unas ramas de eucalipto. Los claveles están frescos y tienen tallo largo. Unos están algo reventados pero la rebaja fue buena. “Póngales una aspirina en el agua –me recomendó la florista- le van a durar toditita la semana”.

Mi tía va a estar feliz, ella todavía cree que la aspirina compone hasta huesos rotos… La carga se está poniendo pesada y nosotros ya queremos regresar a casa, pero faltan las hierbas y la carne.

VI

Si estuviéramos en los tiempos de la Inquisición, lo más probable es que hubiéramos mandado a la hoguera a las viejitas que venden hierbas. No solo saben recomendar las que ayudan a la digestión o curan la taquicardia, sino además conocen a fondo las combinaciones que quitan el mal de ojo, la harán retener a su marido o, si las usa con perseverancia, le darán la felicidad y la fortuna.

Siempre hay hierbas desconocidas y siempre se encuentra la que uno necesita. Hierbas secas en pequeños atados de a diez len, hierbas frescas en canastas que guardan la fragancia y la pátina del tráfico oloroso… albahaca, laurel, tomillo, perejil, culantro y hierbabuena.

Es el único toque de color. El verde fresco y húmedo. Todo lo demás, incluyendo a la vendedora, ha adquirido un tono pardo, ceniciento, completamente uniforme. Parece como si todas las hojas se pusieran de acuerdo, pero cada una guardara su olor distintivo.

Aquí también compramos pimienta entera y chiles secos de esos que hacen salir fuego y malas palabras.

VII

La carne ya es otra historia. Mi tía pidió un conejo para escabecharlo, dos libras de panza –en el mercado se consigue la mejor- y unos cuantos bistecs de hígado… “Ah, y si encuentran riñoncitos, pero que estén tiernos y rosados”.

Casi sin transición pasamos del verde parduzco al rojo. Todo es rojo: los delantales, el mesón, la mercadería y hasta la cara del carnicero. Terminamos comprando una costilla de marrano especial para la cena del viernes (a la parrilla y bien adobada) y conseguimos unos riñoncitos de ternera que son una maravilla. En cuanto al conejo hoy no había, pero sí una linda gallina de patio. “¿De patio?” “Sì, seño, yo mismo las crío”. La enorme gallina sin más ni más fue a sumergirse en un rincón del canasto, comenzando así su camino a la olla y a probar el talento culinario de mi tía.

VIII

Todo está listo. Hay que irse antes de que las lechugas se marchiten y las flores desfallezcan con tanto olor a culantro. Salimos igual que como entramos, a puros empujones. La chica que nos llevaba parte de la carga continúa tan fresca como al principio y nos sonríe con sus blancos dientes reluciendo en el marco de su carita morena. Parece que se burlara de nuestro cansancio y del sudor que nos cae a gotas.

En la parada de la camioneta nos abandona a nuestro destino cuando más la necesitamos. Después de discutir sus “honorarios” transamos amigablemente y nos despedimos hasta la próxima. La camioneta no pasa, pero viene un ruletero. ¿Cabremos con todo esto? El chofer nos mira con ironía y dice a su ayudante: “Cerrá la puerta de la limusina, vos, que con esto se nos llenó… -y dirigiéndose a mí, con una sonrisa burlona que revela un colmillo de menos- pase, seño, solo que tendré que cobrarle dos pasajes más por los bultos”… ¡Ah, si él supiera cómo comen en casa! estos paseos al mercado terminan siendo una excursión de importancia vital para la supervivencia de la familia.

Finalmente y tratando de no aplastar los tomates que nos costaron carísimos nos acomodamos lo mejor que podemos y comenzamos el triunfal regreso a casa.


Primer premio reportaje Asociación de Periodistas de Guatemala, 1983

Blog de la autora: El Quinto Patio

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