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Prólogo del dossier n° 56 “Diez tesis sobre marxismo y descolonización”

CUBA - Política cultural y descolonización en el proyecto socialista cubano

Abel Prieto, Instituto Tricontinental

Lunes 17 de octubre de 2022, puesto en línea por Françoise Couëdel

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20 de septiembre de 2022 – Instituto Tricontinental - El texto que sigue es el prólogo del dossier n° 56 “Diez tesis sobre marxismo y descolonización” que resulta de una elaboración conjunta del Instituto Tricontinental en colaboración con Casa de las Américas.

La Revolución Cubana se impuso en un país subordinado a Estados Unidos desde todos los puntos de vista. Aunque con fachada de república, éramos una colonia perfecta, ejemplar, en términos económicos, comerciales, diplomáticos y políticos. Y estuvimos cerca de serlo en términos culturales.

Nuestra burguesía miraba todo el tiempo hacia el Norte: de allá importaba sueños, esperanzas, fetiches, modelos de vida. Enviaba a sus hijos a estudiar al Norte, con el deseo de que asimilaran el admirable espíritu competitivo de los “triunfadores” yanquis, su estilo, su modo único y superior de instalarse en este mundo y de someter a los “perdedores”. Esta “viceburguesía”, como la bautizó Roberto Fernández Retamar, no se limitaba a consumir ávidamente cuanto producto de la industria cultural de Estados Unidos le cayera en las manos, no solo eso. Al mismo tiempo colaboraba en la difusión en el ámbito iberoamericano del American way of life y se guardaba para sí parte de las ganancias.

Cuba fue un eficaz laboratorio cultural al servicio del imperio, concebido para multiplicar la exaltación de la “nación elegida” y su liderazgo mundial. Actrices y actores cubanos doblaban al español las más populares series televisivas estadounidenses, que luego inundarían el continente. De hecho, estuvimos entre los primeros países de la región en contar con televisión, desde 1950. Parecía un salto adelante, hacia el llamado “progreso”, pero resultaba una primicia emponzoñada. La programación de la televisión cubana, muy comercial, funcionaba como una réplica de la seudocultura made in USA, con telenovelas “jaboneras”, juegos de béisbol de las grandes ligas y de la liga nacional, programas de competencia y participación copiados de los realitys shows norteamericanos, y publicidad todo el tiempo.

La revista Selecciones del Reader’s Digest comenzó a aparecer en español en 1940 en La Habana, con toda su carga venenosa, publicada por una empresa del mismo nombre. Ese símbolo de la idealización del modelo yanqui y de la satanización de la URSS y de toda idea cercana a la emancipación se traducía e imprimía en la isla, y era distribuida desde aquí a toda América Latina y España.

La propia imagen de Cuba que se difundía internacionalmente se reducía al “paraíso” tropical fabricado por la mafia yanqui y sus cómplices cubanos. Droga, juego, prostitución, todo puesto al servicio del turismo VIP proveniente del Norte. Recuérdese que el proyecto de Las Vegas se había diseñado para nuestro país y se malogró a causa de la Revolución.

Fanon habló del triste papel de la “burguesía nacional” —ya independizada formalmente del colonialismo— ante las élites de las antiguas metrópolis, “que se presentan como turistas enamorados del exotismo, de la caza y de los casinos”. Y añadió: Si se quiere una prueba de esta eventual transformación de los elementos de la burguesía ex colonial en organizadores de fiestas para la burguesía occidental, vale la pena evocar lo que ha pasado en América Latina. Los casinos de La Habana, de México, las playas de Río, las jovencitas brasileñas o mexicanas, las mestizas de trece años, Acapulco, Copacabana, son los estigmas de esa actitud de la burguesía nacional (Fanon, 2011 [1961]).

Nuestros burgueses, sumisos “organizadores de fiestas” de los yanquis, hicieron lo posible para que Cuba fuera absorbida culturalmente por sus amos durante la república neocolonial. Pero hubo tres factores que frenaron este proceso: la labor de minorías intelectuales que defendieron, contra viento y marea, la memoria y los valores de la nación; la siembra de principios martianos y patrióticos de los maestros de la escuela pública cubana; y la resistencia de nuestra poderosa cultura popular, mestiza, altiva, ingobernable, nutrida de la rica herencia de la espiritualidad de origen africano.

Fidel, en su discurso La historia me absolverá, enumeró los seis problemas principales de Cuba y, entre ellos, subrayó “el problema de la educación”. Se refirió a “la reforma integral de la enseñanza” como una de las misiones más urgentes que tendría que acometer la futura república liberada (Castro, 2007 [1953]).

De ahí que la revolución educativa y cultural empezara prácticamente desde el triunfo del 1º de enero de 1959. El 29 de ese propio mes, convocado por Fidel, partió hacia la Sierra Maestra un primer destacamento de 300 maestros, 100 médicos y otros profesionales, para llevar educación y salud a las zonas más apartadas. Por esos mismos días, Camilo Cienfuegos y el Che lanzaron una campaña para erradicar el analfabetismo en las tropas del Ejército Rebelde, teniendo en cuenta que más del 80 % de las y los combatientes eran analfabetos.

El 14 de septiembre se entrega al Ministerio de Educación el antiguo Campamento Militar de Columbia para que se levantara allí un gran complejo escolar. Se empezaba a cumplir la promesa de convertir los cuarteles en escuelas: 69 fortalezas militares pasaron a ser centros de enseñanza. El 18 de septiembre se promulga la Ley No. 561, que crea 10.000 aulas y entrega la acreditación a 4.000 nuevos maestros.

En el año 1959 se crearon instituciones culturales de mucha trascendencia: el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), la Imprenta Nacional, la Casa de las Américas, el Teatro Nacional de Cuba, con un Departamento de Folklore y una visión desprejuiciada y antirracista inédita en el país. Toda esta nueva institucionalidad revolucionaria se orientaba hacia una comprensión descolonizada de la cultura cubana y universal.

Pero 1961 fue el año clave en que se inició en Cuba una honda revolución educativa y cultural. Es el año en que Eisenhower rompe relaciones diplomáticas con nuestro país. El año en que Roa denunció en la ONU “la política de hostigamiento, represalia, agresión, subversión, aislamiento e inminente ataque de Estados Unidos contra el gobierno y el pueblo cubanos” (Roa, 1986); el año de la invasión por Playa Girón y de la lucha sin cuartel contra las bandas armadas y financiadas por la CIA. Es el año en que el gobierno de EE. UU., ya presidido por Kennedy, arreció su ofensiva para asfixiar económicamente a Cuba y aislarla de Nuestra América y de todo el mundo occidental.

1961 es además el año en que Fidel proclama el carácter socialista de la Revolución el 16 de abril, la víspera de la invasión de Bahía de Cochinos, mientras Roa exponía el plan que se iba a desarrollar al día siguiente. Algo que, teniendo en cuenta la influencia en la Isla del clima de la Guerra Fría y de la cruzada macartista, antisoviética y anticomunista, demostró que el joven proceso revolucionario había ido conformando, a una velocidad increíble, una hegemonía cultural en torno al antimperialismo, la soberanía, la justicia social, la lucha por construir un país radicalmente diferente.

Pero es igualmente el año de la epopeya de la alfabetización, de la creación de la Escuela Nacional de Instructores de Arte, de las reuniones de Fidel con representantes de la intelectualidad y de su discurso fundador de nuestra política cultural —Palabras a los intelectuales—, del nacimiento de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y del Instituto Nacional de Etnología y Folklore (Castro, 1961).

Casi cuatro décadas más tarde, en 1999, en Venezuela, Fidel resumió su pensamiento en torno al componente cultural y educativo en todo proceso revolucionario verdadero: “Una revolución solo puede ser hija de la cultura y de las ideas” (Castro, 1999).

Aunque haga cambios radicales, aunque entregue tierras a los campesinos y elimine el latifundio, aunque construya viviendas para los que sobreviven en barrios insalubres, aunque ponga la salud pública al servicio de todos, aunque nacionalice los recursos del país y defienda su soberanía, una revolución no estaría nunca completa ni sería duradera si no otorga un protagonismo determinante a la educación y a la cultura. Hay que cambiar las condiciones de vida material del ser humano y hay que cambiar simultáneamente al ser humano, su conciencia, sus paradigmas, sus valores.

La cultura no fue jamás para Fidel algo ornamental o una herramienta propagandística, un error frecuente a lo largo de la historia entre líderes de la izquierda. La vio como una energía transformadora de alcance excepcional, que se vincula íntimamente a la conducta, a la ética, y es capaz de contribuir de modo decisivo al “mejoramiento humano” en el que tanta fe tenía Martí. Pero Fidel la vio, sobre todo, como la única vía imaginable para lograr la plena emancipación del pueblo: lo que le ofrece la posibilidad de defender su libertad, su memoria, sus orígenes, y de deshacer la vasta telaraña de manipulaciones que le cierran el paso día a día. El ciudadano culto y libre que está en el centro de la utopía martiana y fidelista debe estar preparado para entender cabalmente el entorno nacional e internacional y para descifrar y sortear las trampas de la maquinaria de dominación cultural.

En 1998, en el VI Congreso de la UNEAC, Fidel se concentró en el tema “relacionado con la globalización y la cultura”. La denominada “globalización neoliberal”, dijo, es “la más grande amenaza a la cultura, no solo a la nuestra, sino a la del mundo”. Debemos defender nuestras tradiciones, nuestro patrimonio, nuestra creación, ante el “más poderoso instrumento de dominación del imperialismo”. Y concluyó: “aquí todo se juega: identidad nacional, patria, justicia social, Revolución, todo se juega. Esas son las batallas que tenemos que librar ahora” (Prieto, 2021).

Se trata, por supuesto, de “batallas” contra la colonización cultural, contra lo que Frei Betto llama “globocolonización”, contra una oleada que puede liquidar nuestra identidad y la Revolución misma.

Fidel estaba convencido ya de que, en la educación, en la cultura, en la ideología, hay avances y retrocesos. Ninguna conquista puede considerarse definitiva. Por eso vuelve sobre el tema en el estremecedor discurso del 17 de noviembre de 2005 en la Universidad de La Habana.

Nos advierte que la maquinaria mediática, junto a la incesante propaganda comercial, llegan a generar “reflejos condicionados”. “La mentira”, dice, “afecta el conocimiento”, pero “el reflejo condicionado afecta la capacidad de pensar [1]”.

De este modo, si el imperio dice “Cuba es mala”, “vienen todos los explotados de este mundo, todos los analfabetos y todos los que no reciben atención médica, ni educación, ni tienen garantizado empleo, no tienen garantizado nada” y repiten que “La Revolución Cubana es mala”. De ahí que la suma diabólica de la ignorancia y la manipulación engendra una criatura patética: el pobre de derecha, ese infeliz que opina y vota y apoya a sus explotadores.

“Sin cultura”, repetía Fidel, “no hay libertad posible”. Las y los revolucionarios, según él, estamos obligados a estudiar, a informarnos, a nutrir día a día nuestro pensamiento crítico. Esa formación cultural, junto a los imprescindibles valores éticos, nos permitirán liberarnos definitivamente en un mundo donde predomina la esclavización de las mentes y de las conciencias. Su llamado a “emanciparnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos” equivale a decir “descolonizarnos por nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos”. Y la cultura es, por supuesto, el instrumento principal de ese proceso descolonizador de autoaprendizaje, de autoemancipación.

En Cuba estamos actualmente más contaminados que en otros momentos de nuestra historia revolucionaria por los símbolos y fetiches de la “globocolonización”. Debemos combatir la tendencia a subestimar estos procesos y trabajar en dos direcciones fundamentales: promover intencionalmente opciones culturales genuinas y fomentar una visión crítica en torno a los productos de la industria hegemónica del entretenimiento.

Resulta imprescindible fortalecer la articulación efectiva de instituciones y organizaciones, comunicadores, maestros, instructores, intelectuales, artistas y demás actores que contribuyen directa o indirectamente a la formación cultural de nuestro pueblo. Todas las fuerzas revolucionarias de la cultura deben trabajar de manera más coherente. El sentido anticolonial tenemos que convertirlo en un instinto.


Abel Prieto es director de Casa de las Américas.

https://thetricontinental.org/es/dossier-diez-tesis-sobre-marxismo-y-descolonizacion/.

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[1Hoy, con el uso de las redes sociales en campañas electorales y en proyectos subversivos, esta agudísima observación de Fidel sobre los “reflejos condicionados” adquiere mucho peso.

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