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La formación de opinión pública como instrumento de democratización
Guillermo Mejía, Raíces
Lunes 12 de noviembre de 2007, puesto en línea por
1ro de septiembre de 2007 - Raíces - Hablar a estas alturas de los procesos de formación de opinión pública es harto complejo, dado las sofisticaciones de la sociedad actual y de los medios de comunicación colectiva como vehículos idóneos para que las ideas se difundan en el entramado de intereses y anhelos de la población y sus líderes.
En ese contexto, creo oportuno ahondar en esta ocasión en la urgente necesidad de que esos procesos de formación coadyuven a la profundización de la democratización a partir de la presencia de un sujeto consciente, preocupado por el interés público y partícipe de la opinión ciudadana crítica.
Un Estado democrático (o en vías de democratización) tiene la obligación de garantizar el libre acceso a la información pública, así como es deber ciudadano demandar ese libre acceso para contar con el parangón de posturas políticas, sociales, económicas, culturales, etc., que sirvan para la consecuente toma de decisiones en la sociedad.
En el caso salvadoreño, lamentablemente, lo anterior aún no es una preocupación del ciudadano común, salvo los más interesados o políticamente comprometidos, al grado que pareciera ser un tema que no trasciende más allá de los líderes de opinión, editores y periodistas, y de las reflexiones puntuales en las academias.
El ciudadano de a pie todavía está condicionado por la gama de necesidades básicas que tiene que solventar de alguna manera y pareciera que las virtudes ciudadanas, sus derechos y obligaciones en la sociedad, son cuestiones de segundo nivel. Al final, resulta más efectivo olvidarse de su situación en medio del bombardeo mediático adormecedor.
Los fenómenos de opinión pública
Cuando nos referimos a los fenómenos de opinión pública cabe destacar las múltiples definiciones –algunas muy simplistas- de esos procesos añejos que se instalaron a partir de “la existencia de grupos, comunidades, sociedades y pueblos, cuyos miembros mantienen relaciones entre sí (relaciones horizontales)”. (Monzón; 1996: 20)
También, que “en toda comunidad siempre ha existido algún tipo de autoridad que se impone, se acepta o dirige a la población (relaciones verticales)”, según Monzón, y el hecho de que “siempre ha existido la posibilidad, aun cuando en algunas sociedades haya sido pobre o ejercida por una minoría, de contestación y participación del pueblo en los asuntos públicos”.
Al hacer una revisión histórica cabe considerar el estudio de Dader (1992) que ubica en la Grecia Clásica la utilización del término “dogma poleon”, para referirse a lo que comúnmente conocemos como opinión pública. Además, cita a Ortega y Gasset, con Protágoras que en el siglo V a. De J.C. usó como traducción “la creencia de las ciudades” o “la creencia pública”.
“Pero si todavía pretendiéramos delimitar el fenómeno de la opinión pública en las coordenadas de las sociedades occidentales modernas, tendríamos que reconocer también que el término profusamente empleado hoy aparece por primera vez en los Essais de Michel de Montaigne, en 1588, con la expresión directa de ‘opinion publique’. Dicho término empieza a popularizarse con la utilización, en un sentido social, por Rousseau, a partir de 1744, y en un sentido político por Mercier de la Riviere, en 1767.” (Dader; 1992: 96)
Más acá, Kimball Young en su obra La opinión pública y la propaganda (Paidos Studio; 2001) asegura que “el concepto de opinión pública ha sido empleado en forma muy vaga y con distintos sentidos. A menudo no es más que un estereotipo agitado por oradores y escritores cuando discuten sobre problemas políticos y económicos”.
“La opinión pública consiste en las opiniones sostenidas por un público en cierto momento. Sin embargo, si examinamos las distintas discusiones sobre este problema, hallamos dos tipos de enfoques. Uno considera a la opinión pública como algo estático, como un compuesto de creencias y puntos de vista, un corte transversal de las opiniones de un público, las cuales, por otra parte, no necesariamente concuerdan entre sí en forma completa. El otro enfoque toma en cuenta el proceso de formación de la opinión pública; su interés se concentra en el crecimiento interactivo de la opinión, entre los miembro de un público.” (Young; 2001: 11-12)
Para cerrar el apartado creo de importancia reseñar a través de los estudiosos del fenómeno psicosocial que conocemos como opinión pública las diferentes visiones teóricas en juego:
– Visión racionalista: que pertenece y arranca de la concepción liberal tradicional del hombre y la sociedad. De acuerdo con la tesis fundamental de la Ilustración, los hombres nacen libres e iguales, dotados de racionalidad, y por consiguiente tienen derecho a sustentar diversos puntos de vista sobre las cuestiones que les afectan. Supuesta la racionalidad innata del hombre, en la discusión abierta del cúmulo de opiniones diferentes sobre un mismo tema, aquella que obtenga un mayor número de adhesiones acabará revelándose como la más adecuada. Si honestamente todos buscan la verdad, la coincidencia del mayor número tenderá a coincidir con la propuesta más racional. Autores: Gino Germani y Robert Park, entre otros.
– Visión irracionalista: Diametralmente opuesta a la anterior, plantea que la opinión pública o la faceta de ella que más fuertemente adquiere categoría de presión social es la que surge de prejuicios irracionales e intransigentes, escasamente basados en la realidad de los hechos y sin embargo comúnmente compartidos por la mayoría de la comunidad de modo visceral. Esta interpretación ha sido sostenida por autores temporal o ideológicamente tan dispares como Maquiavelo, Locke o Stuart Mill, los cuales, en la totalidad o parte de sus escritos, no dudaron en describir la “Voz del Pueblo” como ignorante, egoísta, caprichosa, voluble, intransigente y al mismo tiempo fácil de manipular. Autores: Walter Lippmann y Elisabeth Noelle-Neumann (La espiral del silencia), entre otros.
– Visión de la superestructura ideológica de clase: Está a mitad de camino entre las visiones racionalista e irracionalista. La posición dentro de la estructura de producción, el momento histórico, etc. Determinan el tipo de pensamiento y de ideología que expresará cada individuo por tendencia natural. En dicho esquema es lógico que la ‘ideología burguesa’ corresponda a la visión y posición en el mundo de la ‘clase burguesa’. La opinión pública, entonces, no proviene del debate racional entre todos los hombres libres e iguales –como señalaba el liberalismo clásico- sino que constituye el resultado fragmentado horizontalmente de las distintas clases que conforman la sociedad. Autores: Carlos Monzón, Silvia Molina, entre otros.
– Visión intelectualista, institucionalista y funcionalista: Comparando las tesis que sobre el papel e importancia de los intelectuales aportan la “sociología del conocimiento” y el radicalismo meritocrático orteguiano, puede establecerse una clara convergencia: Tanto si procede de una variante “izquierdista” como de una “conservadora de derechas”, la visión intelectualista preconiza la salvaguarda racionalista de la opinión pública sólo en el caso de limitarse o estar influida por las corrientes de opinión emanadas de los intelectuales. La institucionalista, versión más reciente y pragmáticamente mediocre del intelectualismo, sostiene que la cristalización o representación genuina de la opinión pública es el Parlamento. El funcionalismo, cuyo autor más representativo es Niklas Luchmann, es una visión dualista: institucional y funcional. La “función” que cumplen en el sistema social diversos elementos de simplificación es justamente preservar la cohesión del propio sistema.
– Visión crítica o industrial: El espacio público abandonado a las tendencias de la sociedad industrial y consumista estará dominado por corrientes de opinión irracionales, fácilmente persuadibles por los técnicos del marketing o la propaganda. Las corrientes de opinión racionales, capaces de purificar lo anterior, sólo podrán surgir cuando se instaure un estilo y unas condiciones de debate en libertad y con esfuerzo comprometido de todos los intervinientes por alcanzar acuerdos sólidamente racionales. Autores: Jürgen Habermas y la Escuela Crítica de Frankfurt. (Dader; 1992: 109-122)
Los procesos de opinión pública
De acuerdo con Young (2001) dentro de una democracia se parte de supuestos que se remontan a los griegos: 1. La comunidad y los controles políticos descansan en un cuerpo compuesto por los ciudadanos adultos y responsables de la comunidad; 2. estos adultos tienen el derecho y el deber de discutir los problemas públicos con la vista puesta en el bienestar de la comunidad; 3. de esta discusión puede resultar cierto grado de acuerdo; 4. el consenso será la base de la acción pública.
A continuación, el mismo autor describe las cuatro etapas básicas del proceso de formación de opinión pública con una quinta etapa de acción manifiesta:
En primer lugar, algún tema o problema comienza por ser definido por ciertos individuos o grupos interesados, como un problema que exige solución. (...) la esencia de esta primera etapa es un intento de definir la cuestión en términos tales que permitan la discusión por parte de individuos y grupos.
En segundo lugar, vienen entonces las consideraciones preliminares y exploratorias. ¿Cuál es la importancia del problema? ¿En éste el momento de encararlo? ¿Es posible darle solución? Estos aspectos pueden ser explorados en charlas, debates abiertos, crónicas y editoriales en la prensa, debates o comentarios radiales, y por otros medios de comunicación.
En tercer lugar, de esta etapa preliminar pasamos a otra en la cual se adelantan soluciones o planes posibles. Apoyos y protestas están a la orden del día, y se produce a menudo una acentuación de las emociones. Puede aparecer, en considerables proporciones, la conducta de masas, y frecuentemente los aspectos racionales se pierden en un diluvio de estereotipos, slogans e incitaciones emocionales. Esta etapa es importante porque en ella la cuestión se bosqueja con caracteres bien marcados y al tomar decisiones los hombres están controlados no sólo por valores racionales, sino también por valores emocionales. En otras palabras, en la formación de opinión, en las sociedades democráticas, intervienen a la vez consideraciones racionales e irracionales.
En cuarto lugar, de las conversaciones, discursos, debates y escritos, los individuos alcanzan cierto grado de consenso. (...) El consenso no significa un completo acuerdo entre todos.
En quinto lugar, la puesta en práctica de la ley aprobada, o el empleo del poder por parte de funcionarios elegidos, cae, estrictamente hablando, fuera del proceso de formación de opinión. En la realidad, en un sistema representativo, la minoría puede naturalmente seguir presionando para obtener una modificación. A través de la radio, la prensa, las asambleas y otros instrumentos de discusión pública, individuos o grupos con intereses especiales pueden hacer llegar nuevas sugerencias. (Young; 2001: 15-17)
Cabe señalar, a la vez, como el mismo autor estima al igual que Rivadeneira Prada (1995), que se debe tomar en cuenta que no ocurre lo mismo en todas las sociedades: las sociedades que viven dentro de una democracia representativa tendrán mayores posibilidades de interacción que las sociedades de masas.
“En la sociedad de masas –advierte Young- han desaparecido casi totalmente las formas comunicativas directas; se han modificado las relaciones personales, por el crecimiento de las ciudades, la división del trabajo, las estructuras del Estado moderno, las exigencias culturales, etc., y, sobre todo, por el auge de los medios de comunicación social”. (Rivadeneira Prada; 1995: 131)
De esa forma, vale reconocer que las distintas visiones teóricas acerca del fenómeno pueden sintetizarse en que en las complejas relaciones que se dan en las sociedades y el papel de los medios de comunicación, también sofisticados, confluyen los aspectos racionales e irracionales del ser humano.
En otras palabras, somos expresión de la dualidad entre la opinión pública-juicio, es decir, las corrientes de opinión que pretenden imponerse por la racionalidad, y la opinión pública-matriz, o sea los climas de opinión mediados por valoraciones culturales profundas y estereotipadas.
Un merecido cambio de timón
Para lograr que la formación de opinión pública sirva de instrumento democratizador debemos precisar el papel de los ciudadanos y el de los medios de comunicación social dentro de un proceso político. Y, valga la aclaración, considerando -como decía antes- que somos un compuesto de reflexión y emociones.
La ciudadanía debe poner todo su esfuerzo en el compromiso responsable, socialmente hablando, con el desarrollo con justicia y pasar de ser un sujeto pasivo a un sujeto activo y crítico de su realidad, más allá de la visión de mundo que sostenga. Es decir, en el espacio cabemos todos.
Los medios de comunicación deben estar orientados a la formación de opinión pública crítica, al igual que los ciudadanos, situación que puede comenzar a cambiar a partir de nuevas formas de comunicación y periodismo que tenga entre ceja y ceja a la ciudadanía.
En ese sentido, la formación de opinión pública crítica, en el caso salvadoreño, desde la comunicación y el periodismo pasa por trabajar con la gente desde una forma de inclusión, significa un compromiso en la construcción de ciudadanía: “El medio de difusión como garante de la expresión popular bajo criterios de responsabilidad frente a derechos y deberes”. (Mejía; 2005: 22)
Sería concretar en la realidad mediática los postulados de la comunicación política en cuanto a ese proceso de mediación simbólica que coloca en similares circunstancias a gobernantes y gobernados en función de la construcción democrática.
Pareciera ser que estaríamos pidiendo “peras al olmo”, por las mismas condiciones en que se desarrolla, por un lado, la política, y por otro, la función comunicativa y periodística, aunado a la falta de un papel activo y crítico de la ciudadanía en general.
Sin embargo, la construcción de ciudadanía y de una opinión pública crítica también se sustenta en un papel activo desde los diversos grupos que promueven el cambio en el país, independiente de su naturaleza de actuación, en ese marco cabemos los periodistas, los maestros, los ecólogos, los religiosos, etcétera.
Dentro de un proceso de democratización tenemos presente que: “Dar voz pública a la ciudadanía, pasa necesariamente por procesos deliberativos de formación de opinión pública, que se constituyen en toda una práctica pedagógica, con un sentido renovado de la política que ya no estará exclusivamente en manos de los ‘políticos tradicionales’ y que no necesariamente tiene que pasar por las instrucciones creadas en el sistema representativo (tales como el parlamento, las asambleas o los concejos), sino que se mueve en espacios más abiertos y definidos desde un punto de vista predominantemente cultural, más cerca de los sistemas simbólicos de la gente”. (Miralles: 1998)
A la vez, según el uruguayo Javier del Rey Morató (1996): “En la democracia mediática se abre y se consolida una especial e inédita legitimidad para los periodistas, que tiene su origen y su referente legitimador en la distinción que nos recordaba Sartori, entre la atribución nominal del poder y el ejercicio de ese poder: la atribución nominal del poder corresponde al demos, y su ejercicio a las elites elegidas por el demos”.
Y agrega: “Y si la sociedad, que no los gobernantes, es titular del poder, y lo delega por un período determinado de tiempo a sus representantes, esa reducción perceptiva que llamamos sujeto receptor es una figura compleja: es contribuyente, es titular del poder, es titular de la información sobre ese poder; es decir, receptor de mensajes que le informan sobre la política. El contribuyente y titular del poder y de la información se asoma a los medios de comunicación, desde los cuales los periodistas le ofrecen un relato sobre comportamientos y decisiones relacionados con ese poder cuya titularidad ostenta”. (Morató; 1996: 548)
Los ciudadanos, en general, tenemos el derecho a la información y los periodistas además gozamos del derecho de información. Es responsabilidad del Estado, donde también estamos todos, garantizar esos derechos inalienables que –en muchos casos- son violentados desde el ejercicio del poder y del periodismo.
Luchar por el fiel cumplimiento de esos derechos ciudadanos, que nos corresponde a todos, abriría la posibilidad de que la formación de opinión pública, mediante procesos adecuados y justos, coadyuve a la democratización de la sociedad salvadoreña.
Fuentes consultadas:
Dader, José Luis (1992). El periodista en el espacio público, Barcelona, Editorial Bosch.
Habermas, Jürgen (1986). Historia y crítica de la opinión pública, México, Ediciones Gustavo Gili.
Mejía, Guillermo. “La ciudadanía como referencia hacia un cambio en el periodismo”. En: Revista Humanidades, número 7, año 2005, Facultad de Ciencias y Humanidades, Universidad de El Salvador.
Miralles, Ana María. “El periodismo cívico como comunicación política”, En: Revista Nómadas, edición 9. Septiembre de 1998. Bogotá, Colombia.
Monzón, Carlos (1996). Opinión pública, comunicación y política: La formación del espacio público, Madrid, Editorial Tecnos.
Morató, Javier del Rey (1996). Democracia y posmodernidad: Teoría general de la información y comunicación política, Madrid, Editorial Complutense.
Rivadeneira Prada, Raúl (1995). La opinión pública: Análisis, estructura y métodos para su estudio, México, Trillas.
Young, Kimball (2001). La opinión pública y la propaganda, México, Paidos Studio.
Guillermo Mejía es periodista y profesor universitario. Este ensayo fue publicado en la Revista Humanidades, Número 10, 2007, de la Facultad de Ciencias y Humanidades, Universidad de El Salvador (UES).